viernes, abril 21, 2006

UN DÍA DE JUSTICIA, Por Hugo Presman

BUENOS AIRES, Abril 21, (PUNTO CERO) Estamos tan acostumbrados a la injusticia, que cuando sucede un hecho excepcional, como que en un año se haga justicia con los que tradicionalmente carecen de ella y se condene a prisión perpetua a Adrián Bustos, el policía que disparó y asesinó a Camila Estefanía Arjona, eso casi parece un milagro.
El caso había tenido nula trascendencia en comparación con el de Axel Blumberg y actualmente Matias Bragagnolo. En el territorio impiadoso de la pobreza y la exclusión, la muerte violenta está naturalizada. Su madre, Norma Díaz, no tuvo acceso a los medios como el que hoy tiene el economista Marcelo Bragagnolo. Tampoco apareció en tapa del diario “La Nación”, ni Mariano Grondona le dedicó la mitad de su programa griego
No dictó cátedra sobre como organizar a la policía, ni que modificaciones había que hacer la Código Penal, ni como debe ser el tratamiento en los Establecimientos Penales, o como asociar a los taxistas a la red policial, ni afirmó que a su hija la mató el sistema, que en su caso si era verdad, o que fue víctima de una visión romántica de la forma de reprimir el delito. No amenazó con irse del país, porque como decía el Padre Carlos Mujica en su famosa oración: “Yo puedo irme, ellos no. Yo puedo hacer huelga de hambre, ellos no porque nadie puede hacer huelga con su propio hambre”.
Tampoco convirtió un acto íntimo como es el rezo, en un espectáculo periodístico.
No contrapuso, en un grosero error a Alberdi con el Martín Fierro, ni lamentó el presunto triunfo histórico de Rosas y Quiroga, para querer entender la muerte de un adolescente. No intentó realizar un análisis macro.
Sólo pidió justicia. Y en un luminoso día, en apenas un año, la señora de ojos vendados que mira sesgadamente, la de la balanza tramposa, falló hacia el lado correcto. Y me siento muy satisfecho de haberme equivocado, cuando hace un año escribí: “Esa justicia que en vida no conoció y que probablemente tampoco se haga presente para condenar a sus asesinos.”
Este es el texto que publiqué en mayo del 2005

UNA MUERTE MÁS
Tenía 14 años. Los que la conocían dicen que su cuerpo era de una chica de 11años*. Su nombre remite a una historia romántica y cinematográfica ocurrida en el siglo XIX entre una adolescente y un cura. Su apellido, al de un cantante de canciones edulcoradas. Se llamaba Camila Arjona. No hay ninguna colega de María Luisa Bemberg y seguramente nunca lo habrá, que quiera filmar su historia.
Nació en la Villa 20, al sudoeste de Buenos Aires, ahí donde el futuro murió antes que ella hubiera nacido. Las escasas fotos muestran su rostro aniñado, su piel morocha, su pelo lacio, sus ojos grandes, sus labios gruesos. Su imagen se reproduce en precarias pancartas con la leyenda: “Justicia para Camila”. Esa justicia que en vida no conoció y que probablemente tampoco se haga presente para condenar a sus asesinos.
Es notable la forma como los excluidos entran en la historia. Por las páginas policiales, cuando la muerte le da la partida de nacimiento social a sus vidas. O engrosando anónimamente a una estadística.
Camila vivió rodeada de limitaciones y pobreza. Habitó en esa geografía en donde la alimentación deficiente arrasa neuronas. Ahí donde el Chagas es un enemigo avieso que mata silenciosamente. Ahí donde el sida es el perro del hortelano que convierte en azarosos los segundos del placer. Ahí donde la droga es un escape, donde el paco se consigue por un peso para acelerar una vida que la parca troncha o muchas veces libera.
Camila fue compañera de Ezequiel Demonty, el adolescente hipoacúsico asesinado por policías de la comisaría 52 que lo arrojaron al Riachuelo sin que supiera nadar.
Camila estaba embarazada de cinco meses. Dicen los psicopedagogos que no es solo la falta de educación sexual el origen de los embarazos precoces. Es la necesidad de tener algo propio en un mundo ajeno. En su última noche dormía con su novio Leo de 17 años, el padre de su futuro hijo, cuando la oscuridad como es habitual, fue sacudida por el estruendo de los disparos. La pareja de adolescentes salió a la calle en busca de esos gritos habituales, de esos ruidos conocidos, de esos olores cotidianos.
Los ojos de Camila contemplaron una escena conocida. Policías ebrios disparando al bulto. Emprendió, asustada, la vuelta hacia la puerta familiar. Varias balas le atravesaron la espalda. Sus frágiles 14 años, se desparramaron sobre la calle.
Uno de los tres policías, dos de franco y uno uniformado, se acercó al cuerpo agonizante, la levanto de los cabellos y le pegó una patada en el rostro.
Los representantes del “orden” estaban alterados porque un joven de 16 años al que le exigieron que le fuera a comprar “merca”, había desobedecido, por lo cual le dieron una paliza que arrasó con su dentadura y concluyó con su rostro deformado.
A la media hora del asesinato, otros policías de la siniestra comisaría 52 trataban de convencer a Norma Díaz, la madre de Camila Arjona, que la pérdida de su hija era un accidente desafortunado y que evitara llamar a un abogado.
La periodista Roxana Panda en su nota “El horizonte de un día” escribe que un militante territorial de la Villa 20 le dijo: “La relación desigual entre la policía y los jóvenes ya es estructural pero naturalizada de una manera perversa. Los canas establecen lazos desde el poder y el sometimiento de los pibes obligándolos a robar para ellos en los lugares que les marcan previamente, a jugarles de sirvientes y a conseguirles droga en el momento en que se les ordene”.
Camila comenzó a ser madre cuando aún no había terminado de ser niña. Murió victima de una devastación económica que produce fragmentación social. Esa que lleva a que un semi incluido con uniforme prepotea o mata a un excluido, o a un incluido con forceps. El sistema los enfrenta por las migajas mientras cada vez menos se quedan con mayor superficie de la torta.
Isa, una ciudadana de la Villa 20 lo expresa con claridad: “Está todo tan degradado que hasta nosotros, los de la villa, nos fuimos acostumbrando a ver morir a nuestros jóvenes como moscas y con el cuerpo lleno de agujeros”
Camila Arjona fue asesinada el viernes 1 de abril del 2005. Nunca tuvo nada y en agosto, bajo el signo de Leo, iba a tener por fin algo propio: su hijo. Murió embarazada, igual que la Camila del siglo XIX.
No habrá marchas multitudinarias en su nombre. Ni una canción del cantante almibarado de su mismo apellido.
Su madre no tendrá seguramente la posibilidad de entrevistarse con el Presidente. No habrá multitudes exigiendo justicia para su crimen. Ni velas encendidas frente al Congreso. Apenas reclamos solitarios de los familiares y amigos, ahí donde el barro se amalgama con la miseria.
Como dice el escritor uruguayo Eduardo Galeano: “Son los que viven condenados al silencio y mueren condenados al olvido….los que no tienen derechos ni dinero para comprar los derechos que no tienen. Ni siquiera tienen el derecho de saber de qué (y porque) mueren” * El padre Carlos Mujica decía en su conocida oración: “Señor: Perdóname por haberme acostumbrado a ver que los chicos parezcan tener ocho años y tengan trece” (PUNTO CERO).

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