La organización de las “Autoridades de la Nación”, decretada por la Constitución argentina, se asemeja estructuralmente a la de los pueblos indígenas: el cacique era “jefe supremo” y los jefes tribales le respondían; debían defender la comunidad, arreglar los conflictos internos, el pueblo los controlaba y los designaba un grupo de notables. Era una meritocracia.
Nuestra Constitución se degradó al permitir el acceso al poder a corruptos y abusadores, a los que incitan los conflictos internos, al imposibilitar el control por el pueblo y que al Presidente lo seleccionen caudillos zonales o corporativos, muchas veces sin idoneidad, interesados en usufructuar del poder. El pretendido equilibrio de poderes, ejecutivo, legislativo y judicial, y el federalismo son ficciones inalcanzables.
El presidencialismo argentino es políticamente fatal para el progreso de los pueblos, como lo es su derivación provincial, el “gobernadorismo”, que pretende instaurar gobernadores eternizables.
El sistema de autoridades de la Nación de la Constitución de 1853/60, fue un ideal que los hechos lo pervirtieron en su espíritu.
Para que el país no recaiga en manos de nuevos autócratas, debe reformarse la Constitución, que no es un dogma intocable, sino un instrumento ajustable a la evolución y experiencia política.
Nuestra Constitución se degradó al permitir el acceso al poder a corruptos y abusadores, a los que incitan los conflictos internos, al imposibilitar el control por el pueblo y que al Presidente lo seleccionen caudillos zonales o corporativos, muchas veces sin idoneidad, interesados en usufructuar del poder. El pretendido equilibrio de poderes, ejecutivo, legislativo y judicial, y el federalismo son ficciones inalcanzables.
El presidencialismo argentino es políticamente fatal para el progreso de los pueblos, como lo es su derivación provincial, el “gobernadorismo”, que pretende instaurar gobernadores eternizables.
El sistema de autoridades de la Nación de la Constitución de 1853/60, fue un ideal que los hechos lo pervirtieron en su espíritu.
Para que el país no recaiga en manos de nuevos autócratas, debe reformarse la Constitución, que no es un dogma intocable, sino un instrumento ajustable a la evolución y experiencia política.
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