(El Nuevo Cronista). Existe una regla que aconseja no hacer una noticia de una experiencia personal. Pero cuando esa experiencia es una situación permanente que viven miles de semejantes, reflejarla es casi un deber.
El pasado jueves 9 de enero concurrí a las oficinas del Departamento de Tránsito a renovar la licencia de conducir. En la fila encontré a un viejo amigo con quien nos encontramos hace casi 5 años en la 26 y 29 haciendo el mismo trámite. En aquellos días se estaba digitalizando el sistema e íbamos a recibir el carné plástico con foto incluida que emitía la Provincia. Finalmente terminamos recibiendo el viejo carné que se le pegaba la foto porque aquel sistema colapsó.
Ahora nos encontrábamos nuevamente sufriendo un cambio de sistema, y además, paro de correo, problemas en las máquinas, poco personal y calor agobiante.
Para el autor de estas líneas, la misión imposible comenzó a las 7:15 horas y concluyó a las 13:15. En ese momento abandoné las oficinas del ex Martín Rodríguez con un papel en la mano y la promesa de que el próximo jueves después de las 10 llegue el carné.
Debo decir que se rescataron dos cosas de esa mañana perdida: la buena predisposición del personal, y la buena onda de la decena de vecinos que a pesar del calor, la espera y la ausencia de hasta un dispenser de agua no perdieron nunca la calma.
Luego, aparte de la espera de seis horas, lo llamativo es lo laberíntico del trámite, que sin duda se podría simplificar. Voy a intentar narrar la manera en que se realiza actualmente.
Trámite increíble
Primero, hay que hacerse presente en la oficina de licencias de conducir, donde dos personas atienden a decenas de ciudadanos que hacen cola. Allí amablemente les indican que el turno para renovar el carné se puede pedir recién cuando falte 1 mes para el vencimiento y que deben presentar copia del carné y del DNI. Esta es la primera cola.
Con esas fotocopias en mano llegué hasta la misma oficina –formando fila previamente junto a decenas de vecinos– y una vez en el mostrador un empleado me hizo llenar un par de formularios. Luego me informó: “Con esto vas a la caja de afuera, y pagás quince (15) pesos. Y con todos estos papeles, más el comprobante de pago, el carné y el DNI, te venís el 9 de enero. Vení temprano… a las 7:15 porque es por orden de llegada. Y traete trescientos quince (315) pesos”.
El jueves cumplí con el consejo del funcionario: me presenté 7:20 horas. Ya para entonces la cola salía de la oficina.
Tras 20 minutos de espera, alguien salió de una oficina y preguntó: “¿Hay alguien para dar examen?”, y uno contesta que sí. Lo retiran de la fila. La gente entra y sale, algunos con papeles en la mano. La fila es un caos y siempre hay algún ventajero que aprovecha para avanzar un par de casilleros. Son más de las 8 y veo salir un amigo de la oficina. Tras el saludo ambos coincidimos: “Es un garrón”, dice. Veo que paga algo en la caja y me dice: “Me voy a pagar esto a un Bapro y vuelvo”.
Son las 8:45 y tengo solamente a dos personas adelante mío. Vuelve mi amigo feliz con los papeles pagos. Creo que en un rato me desocupo aunque algo me intranquiliza: la mujer que estaba atendiendo a la cola se detiene para recibir la documentación de los que llegan con los comprobantes pagos. Junta toda la documentación, les pone un clip y le dice a mi amigo: “Bueno… ahora aguarde que lo llamen por el nombre”. Esta mujer –muy cortés– una vez que completa cuatro o cinco expedientes, deja de atender para llevar los papeles adentro. Ahí observé a varias decenas de personas sentadas. “¿Todos estos estarán esperando ser llamados?”, me pregunté.
En ese momento me percaté de que en casi dos horas que habían comenzado a atender no había ni una sola persona que se haya ido con el trámite concluido. Estaba mirando los rostros cuando fue mi turno. Me tomaron los papeles, y juntos con otros fueron derivados a otro ambiente.
Diez o quince minutos después (esperando se pierde la noción del tiempo) salen y me informan: “Jovo… te salió una multa de 56 pesos”. Es por una presunta infracción por conducir sin cinturón de seguridad en CABA. Miro la fecha y tengo la certeza de que es un error: en esa fecha no tenía auto a mi nombre. “Si querés podés reclamar”, me dicen. Pienso: “Reclamar qué… a ver si se demora más el trámite”. Ingenuo de mí. Pensé que el peregrinaje terminaba. Me entregan el formulario para pagar los 200 pesos en la caja que está a unos escasos metros y dos papeles para pagar en el Bapro.
Fui rápidamente a hacer todo, vuelvo y presento los papeles. Y nuevamente la voz que dice: “Listo… aguarde que lo llamen por el nombre”.
Miro hacia los asientos y veo los mismos rostros que hace un rato. “Esto es mala señal”. le digo a mi amigo: “No se movió nadie”. Y éste asiente con la cabeza.
En ese momento llega otro viejo amigo, quien me cuenta su odisea: “Yo ya tengo casi todo listo. Me falta solo sacarme la foto”.
“¿Cómo es eso?” pregunto. Y me relata que vino después de Navidad, que no había luz, que vino otra vez y empezó el trámite. Lo hizo todo y cuando fue a sacarse la foto le dijeron que se había caído el sistema. Había estado el lunes y le pidieron que vuelva el jueves. “En un rato lo hacemos”, le dijeron.
Y ahí estaba… Esperando la foto.
Me llaman para comenzar el examen: audiometría y visión. Me da muy bien y eso me tranquiliza. Y me dicen: “Ahora salga que lo vuelven a llamar”. Miro el reloj y son más de las 10.
Recuerdo que la última vez que hice el registro te pasaban por todas las máquinas juntas y no entiendo por qué ahora los van haciendo de a uno. Estoy cansado. A mi amigo –el que solo le falta la foto– le dicen: “Tenés una hora de demora”. Yo lo miro y le pregunto: “¿Te vas y volvés?”
-“Ni loco”, me dice. “Hasta no terminar todo, hoy no me voy” como quien está decidido a hacer todo lo necesario. “Me voy a fumar un pucho”, dice y sale.
Vuelve al rato con un agua saborizada fría y me convida: “No, gracias” le digo. Tengo sed pero también tengo ganas de orinar y no se ve ningún baño. Estoy un rato, volvemos a hablar sobre el trámite que le falta. “Me falta la foto”, repite. Un hombre calvo lo mira y sonríe: “¿Vos también estás esperando la foto? Yo estoy desde las 7.30 esperando”, dice. Y se ríe. El calvo tiene buen humor y lo desparrama entre todos. Cuenta chistes: “Ahí hay un viejito que está furioso esperando la foto… Así como lo ven, cuando llegó, era joven”, dispara. Y los diez o veinte que escuchamos su humorada nos reímos.
Me vuelven a llamar, son más de las 11, viene la prueba de destreza. Conozco a quien me toma la prueba, que me cuenta que están muy demorados, que los cortes de luz, que los sistemas, que están atendiendo gente con turnos anteriores y que sólo hay una máquina para sacar fotos…
Paso el examen: “Perfecto”, me dice. Y me aconseja: “Tenés un rato largo de espera. Si tenés algo que hacer, anda y volvé más tarde”. Le pregunto: ¿Cuántos hay adelante? Se acerca a una canasta y cuenta: “Tenés quince”, me dice. El reloj indicaba 11:20.
Hice cálculos de posibles tiempos de espera (“Máximo una hora”, dije) y me quedé. A esa altura mi amigo –el que había llegado temprano y que sólo le faltaba la foto– se sentía decepcionado. Es que éramos como veinte a los que solamente les faltaba ese misterioso y extraño trámite. El primer amigo que encontré también esperaba la foto. Misteriosamente este último terminó primero que aquel: cosas del descontrol. El orden secuencial que seguían desde adentro poco tenía que ver con el orden de llegada, era el orden de apilamiento. Pero nadie se quejaba.
Cuando el reloj de todos indicaba que faltaba menos de 15 minutos para que se cumpla el horario municipal, comenzó la desesperación: “Terminarán nuestro trámite?”.
Alguien dijo que sí y la tranquilidad se hizo presente en esa docena de almas que deambulaban en esa oficinita desde las 7 de la mañana.
Para ese entonces todos conocíamos el apellido de todos. Un hombre mayor de 70 años que hizo el trámite junto a su mujer y que en ningún momento perdió el buen humor, me dijo: “Guevara, de qué te quejas… vos haces el trámite cada cinco años… Yo vengo todos los años y cada vez es un poco peor”. Y todos nos reímos.
Cuando del otro lado sonó mi apellido, habían pasado 6 minutos de las 13 horas. Ingresé a un espacio donde dos empleadas cargaban datos en una PC, imprimían una planilla que la hacían verificar y firmar, te tomaban una foto, colocabas tu impresión digital en un escaner y firmabas con una lapicera que no escribía en un sensor negro. Cosas de la modernidad. Cinco minutos después estaba afuera. Saludé con felicidad a esa decena de personas con quienes habíamos compartido toda una mañana y me fui.
Ese día, en horas de la tarde, me encontré con un funcionario municipal. Le hice saber mi odisea matinal y simplemente me dijo muy suelto de cuerpo: “Me hubieses avisado… Te hacía pasar por el costado y en media hora tenías el carné!”.
Ahí entendí por qué las demoras, por qué las extensas colas y por qué –de a ratos– el sistema no llamaba a nadie. (El Nuevo Cronista)