domingo, agosto 17, 2014

Con mano boliviana, La Plata se convirtió en el mayor productor hortícola del país.

Por NICOLAS MALDONADO
En los últimos veinte años, de la mano de la colectividad boliviana, el sector hortícola platense experimentó un cambio que lo ha convertido por lejos en mayor productor de hortalizas frescas del país De ser una región productiva más a mediados de los `90, La Plata pasó a dominar el principal mercado argentino, el Gran Buenos Aires, donde viven 14 millones de personas; logró introducir sus productos en plazas que antes parecían imposibles por su fuerte tradición hortícola -como es el caso de Rosario, Mar del Plata y Santa Fe-, y ha llegado a tener un peso determinante a nivel nacional. Si se tiene en cuenta que de los cerca de tres mil productores hortícolas que trabajan actualmente en la Región, el 80% son bolivianos arribados en las últimas décadas, parece innegable la incidencia que ha tenido en el fenómeno esta colectividad. Es precisamente a eso lo que algunos economistas, sociólogos e ingenieros agrarios llaman “la bolivianización de la horticultura” local. 
Aunque pueda parecer un término peyorativo no lo es en absoluto. Se trata apenas de una forma de describir una realidad en la que la comunidad boliviana ha logrado captar toda la cadena del sector hortícola, desde la producción a la venta al consumidor final. De la misma forma que los inmigrantes italianos hace un siglo atrás, son ellos los que casi exclusivamente plantan, cosechan, distribuyen y venden las hortalizas frescas que consumimos a diario tanto en nuestra región como en buena parte del país. 

¿Cómo llegaron a lograrlo? 
La primera respuesta que surge casi invariablemente entre los investigadores del fenómeno es “a fuerza de trabajo”. “No levantan el lomo ni para comer”, reconoce un productor local. Pero lo cierto es que los horticultores bolivianos recurrieron también a una serie de estrategias que se no se habían aplicado antes a tal escala en la Región. De ahí que si bien la revolución que produjeron resulta exitosa desde el punto de vista del mercado, hay quienes comienzan a preguntarse si lo es también al margen de él. 

DE PEONES A PRODUCTORES 
Si bien entre los horticultores de la comunidad boliviana confluyen diversas realidades, buena parte de los que llegaron a nuestra Región lo hicieron desde el sur de Bolivia en la década del `90 atraídos por el tipo de cambio favorable y con el objetivo de enviar dinero a su país. Campesinos casi en su totalidad, se insertaron rápidamente como peones en el cinturón hortícola platense, donde su modalidad de trabajo contribuyó a que de a poco comenzaran de crecer. 
Como explica el ingeniero Matías García, autor de una tesis sobre el rol de los horticultores bolivianos en la transformación del sector, “a fuerza de una altísima auto explotación laboral y una fuerte contracción del consumo, muchos de ellos lograron una acumulación de dinero suficiente para traer a sus familias desde Bolivia y se ofrecieron como medieros, una modalidad de contrato en la que en lugar de un sueldo fijo se recibe un porcentaje de lo que se produjo. Claro que el mediero nunca sabe a qué precios vendió el productor”. Con todo, “esa modalidad de trabajo les dejaba lo suficiente para vivir y era, por cierto, mejor a la que muchos habían dejado en Bolivia, donde sus pequeñas unidades productivas no les alcanzaban para alimentar a su entorno familiar”, relata García. El hecho es que a base de trabajar mucho (ahora junto a los suyos) y gastar poco, habrían logrado cierta acumulación que llegado el momento les permitió dar un salto mayor. 
Según el investigador de la UNLP, ese momento se dio entre 1998 y 2001, cuando “la crisis económica que atravesaba el país hizo que cayera el consumo de hortalizas y los productores que tenían a los bolivianos como medieros les plantearon que así no podían seguir. Mientras que algunos de ellos se volvieron a su país, otros resolvieron juntarse para alquilarles a sus antiguos patrones una o dos hectáreas de su tierra a bajo costo”. ¿Cómo fue posible que los horticultores bolivianos pudieran salir adelante con dos hectáreas allí donde sus ex patrones con siete no lograban subsistir? “Privilegiando la unidad de producción por sobre el consumo -explica el García-: en lugar de comprar ropa o alimentos, invirtieron en comprar semillas y re invirtieron en invernáculos, una apuesta que coincidió con la reactivación económica del país”. 

INVERNACULOS 
La necesidad de los horticultores bolivianos de diferenciar sus productos en medio de aquella crisis no sólo explicaría el enorme crecimiento que tuvo a partir de 2001 la superficie de invernáculos en la Región sino también cómo La Plata llegaría a convertirse pocos años más tarde en el mayor productor de hortalizas frescas del país, sobre todo en lo que hace al tomate y al morrón. Aunque mucha gente cree que el invernáculo es sólo un plástico arriba de los cultivos, constituye en realidad un paquete tecnológico que abarca semillas híbridas, fertilizantes, agroquímicos, correctores y muchos otros insumos que posibilitan aumentar no sólo el rendimiento de los productos sino también el número de ciclos; es decir la cantidad de veces que un cultivo se puede cosechar al año, lo que permite tener producciones “en primicia” y “en tardía”. En otras palabras, sirve para disponer de productos fuera de temporada, cuando su escasez en el mercado hace que sea mayor su valor.
A su vez, la tecnología de invernáculo da lugar a un tipo de hortalizas que, sin ser ni las más sabrosas ni las más saludables, es la que los consumidores tienden hoy a elegir: morrones de un tamaño uniforme; verduras de hojas sin manchas, tomates que aguantan más de una semana en la heladera sin echarse a perder.
Con esta fórmula, las producciones platenses comenzaron a principios de la década pasada a ganarle espacios en los mercados a regiones productivas tradicionales donde la tecnología de invernáculo no llegó a prender.
Y es que “un poco por el crecimiento de las urbanizaciones y otro poco por el avance de la frontera de la soja, muchas de la regiones hortícolas que abastecían a la capital federal y el Gran Buenos Aires (como Rosario, Pilar, Exaltación de la Cruz, Escobar, Berazategui y Varela, entre otras) fueron perdiendo terreno o directamente desaparecieron en los últimos veinte años”, cuenta García, quien sostiene que si el área productiva de La Plata pudo quedar al margen de ese fenómeno fue porque “sus unidades productivas eran demasiado pequeñas para la soja y una ordenanza de uso de suelo impidió por otra parte que la Ciudad se las terminara por comer”. 

¿UN MODELO EXITOSO? 
Al no poder competir con la pujanza del sector hortícola platense, productores del cinturón que rodeaba antes al Gran Buenos dejaron de producir para dedicarse a comercializar. La Plata se convirtió así en una suerte de shopping de hortalizas al que diariamente llegan camiones para comprar hortalizas destinadas a otras regiones de la Provincia. De hecho, “casi el 80% de la producción de La Plata es consumida en ciudades como Córdoba, Mar del Plata, Rosario, Bahía Blanca y hasta Tierra del Fuego”, cuenta Luis Balcaza, miembro directivo de la Asociación de Ingenieros Agrónomos del Cinturón Hortícola local. 
A su entender, la transformación que ha experimentado el sector hortícola de la mano de la colectividad boliviana resulta “muy positiva”, sobre todo por “la enorme cantidad de trabajo” que generó. “Entre mano de obra directa e indirecta, calculamos que le da empleo a unas 30 mil personas en nuestra región. Donde a mediados de los `80 había tres agroquímicas hoy hay quince; de diez plantineras que había en el `98 pasamos a tener setenta y los cerca de cien ingenieros agrónomos que tenemos están todos con trabajo. Son síntomas claros de que el sector ha crecido muchísimo, sobre todo desde el 2003 para acá”. 
Pero lo cierto es que no todos los especialistas en el tema piensan así. Para Matías García, el éxito del modelo productivo boliviano no sería tal. “Exige una altísima explotación de la mano de obra, condiciones de vida y trabajo paupérrimas y un uso excesivo de agroquímicos para poder subsistir. Me gustaría saber cuántos consumidores estarían de acuerdo en comprar sus productos si conocieran realmente el alto costo humano y ambiental que implica su producción”, sostiene el investigador. (El Día).

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