BUENOS AIRES, Abril 04, (PUNTO CERO) Se ha generalizado la idea de que el presidente Néstor Kirchner es un hombre que cuenta con un poder tan inmenso que lo pone en situación de cumplir con cada uno de sus objetivos, por caprichosos que ellos sean, y de remover sin vacilaciones todo obstáculo y resistencia que se le oponga.
Crédulos hasta el límite de la candidez, muchos empresarios, políticos y gremialistas compraron esa imagen y optaron obedientemente por el cuerpo a tierra o el "saludo uno, saludo dos" cada vez que oyeron o alucinaron oir una voz de mando procedente de la Casa Rosada.
¿No será hora de revisar esa impresión? Porque lo cierto es que la lista de objetivos que el Presidente no pudo o no puede cumplir cada día se hace más extensa y significativa. Por caso, no pudo en su momento salvar a uno de sus principales aliados, Aníbal Ibarra, del juicio político y el cese de sus funciones como Jefe de Gobierno porteño.
Tampoco pudo contener disciplinadamente al sucesor de Ibarra, Jorge Telerman, que fijó fecha de comicios locales a contramano de los deseos presidenciales y hoy trama una alianza opositora con Elisa Carrió y Patricia Bullrich.
Por cierto, no pudo hacer ganar el derecho a la reelección indefinida a su protegido misionero, el gobernador Carlos Rovira. Aunque se sabe que no es cierto que un milagroso discurso suyo haya sido la causa de la reaparición del albañil kirchnerista Luis Gerez, también es notorio que ni las investigaciones oficiales ni la oratoria presidencial pueden hasta hoy dar noticia de la suerte de otro desaparecido, Julio López.
Tampoco consiguió que la Justicia de su provincia esclareciera el asesinato del policía Sayago en el pueblo de Las Heras. La nómina de impotencias de un presidente que sin embargo ha sido adornado por el Congreso con poderes extraordinarios es extensa. Y en las últimas horas se agrandó muy ilustrativamente con su notable ausencia del acto de Ushuaia donde se conmemoraba la breve recuperación de las Islas Malvinas de abril de 1982.
Después de deshojar la margarita durante varias jornadas entre el asiste y el no asiste, el sábado 31 de marzo la presencia presidencial fue ratificada por varias fuentes oficiales, una de ellas nada menos que la ministra de Defensa, Nilda Garré. Era razonable: la presencia presidencial representaría una señal, hacia adentro y hacia afuera: de respeto y reivindicación de los héroes de Malvinas. Y de la envergadura que el poder político asigna a la cuestión, más allá del tono de sus discursos. Pero Kirchner no asistió. No pudo.
No se atrevió a hacerlo porque no quería afrontar la protesta de trabajadores docentes y estatales fueguinos y santacruceños que reclaman incrementos salariales y denuncian al Estado por negrear el trabajo y las remuneraciones.
El dilema que el Presidente trata de zanjar apelando a actitudes rígidas o a declaraciones altisonantes reside en que tiene que mostrar la hilacha de su debilidad evitando un acto de la significación simbólica del de Malvinas (más aún: entregándole el escenario a Daniel Scioli) o refugiándose en el Calafate para evitar Río Gallegos y las fotos de su residencia rodeada y protegida por los gendarmes que fletó allí el ministro de Interior, justo cuando necesita cada vez más apuntalar su imagen de gran poder, que le sirvió durante meses para disciplinar al sistema político y a lo que él define despectivamente como "las corporaciones". Con varias de ellas -la Justicia, por caso- lidia en estos últimos meses de su mandato.
Crédulos hasta el límite de la candidez, muchos empresarios, políticos y gremialistas compraron esa imagen y optaron obedientemente por el cuerpo a tierra o el "saludo uno, saludo dos" cada vez que oyeron o alucinaron oir una voz de mando procedente de la Casa Rosada.
¿No será hora de revisar esa impresión? Porque lo cierto es que la lista de objetivos que el Presidente no pudo o no puede cumplir cada día se hace más extensa y significativa. Por caso, no pudo en su momento salvar a uno de sus principales aliados, Aníbal Ibarra, del juicio político y el cese de sus funciones como Jefe de Gobierno porteño.
Tampoco pudo contener disciplinadamente al sucesor de Ibarra, Jorge Telerman, que fijó fecha de comicios locales a contramano de los deseos presidenciales y hoy trama una alianza opositora con Elisa Carrió y Patricia Bullrich.
Por cierto, no pudo hacer ganar el derecho a la reelección indefinida a su protegido misionero, el gobernador Carlos Rovira. Aunque se sabe que no es cierto que un milagroso discurso suyo haya sido la causa de la reaparición del albañil kirchnerista Luis Gerez, también es notorio que ni las investigaciones oficiales ni la oratoria presidencial pueden hasta hoy dar noticia de la suerte de otro desaparecido, Julio López.
Tampoco consiguió que la Justicia de su provincia esclareciera el asesinato del policía Sayago en el pueblo de Las Heras. La nómina de impotencias de un presidente que sin embargo ha sido adornado por el Congreso con poderes extraordinarios es extensa. Y en las últimas horas se agrandó muy ilustrativamente con su notable ausencia del acto de Ushuaia donde se conmemoraba la breve recuperación de las Islas Malvinas de abril de 1982.
Después de deshojar la margarita durante varias jornadas entre el asiste y el no asiste, el sábado 31 de marzo la presencia presidencial fue ratificada por varias fuentes oficiales, una de ellas nada menos que la ministra de Defensa, Nilda Garré. Era razonable: la presencia presidencial representaría una señal, hacia adentro y hacia afuera: de respeto y reivindicación de los héroes de Malvinas. Y de la envergadura que el poder político asigna a la cuestión, más allá del tono de sus discursos. Pero Kirchner no asistió. No pudo.
No se atrevió a hacerlo porque no quería afrontar la protesta de trabajadores docentes y estatales fueguinos y santacruceños que reclaman incrementos salariales y denuncian al Estado por negrear el trabajo y las remuneraciones.
El dilema que el Presidente trata de zanjar apelando a actitudes rígidas o a declaraciones altisonantes reside en que tiene que mostrar la hilacha de su debilidad evitando un acto de la significación simbólica del de Malvinas (más aún: entregándole el escenario a Daniel Scioli) o refugiándose en el Calafate para evitar Río Gallegos y las fotos de su residencia rodeada y protegida por los gendarmes que fletó allí el ministro de Interior, justo cuando necesita cada vez más apuntalar su imagen de gran poder, que le sirvió durante meses para disciplinar al sistema político y a lo que él define despectivamente como "las corporaciones". Con varias de ellas -la Justicia, por caso- lidia en estos últimos meses de su mandato.
Pero la rigidez y la oratoria irritada no son sinónimo de fuerza; más bien lo son de lo contrario. El poder habla por sí mismo; las palabras no compensan la impotencia ni la disfrazan por demasiado tiempo. (PUNTO CERO).
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