Los argentinos solemos reclamar a políticos y dirigentes mucho más debate y exposición de ideas. Hasta allí, parece ser una saludable exigencia democrática.
Pero, luego de haber sido engañados y hasta extorsionados utilizando como arma a las palabras durante décadas, perdimos todos y cada uno de los ciudadanos el hábito de intercambiar ideas, y utilizar ese ida y vuelta conceptual tan enriquecedor.
La explosión de las Redes Sociales dejó al descubierto informático lo que sucede a diario en las relaciones interpersonales de nuestra sociedad.
En general, creemos que un debate debe tener como resultado ineludible un vencedor y un vencido. Pero una regla básica de convivencia social y humana indica que de un debate ideológico y hasta de una negociación, para considerarla provechosa, deben ganar ambas partes. Sino, el intercambio fue estéril.
Frecuentemente observamos como la descalificación del "contendiente" es utilizada para echar por tierra incipientes debates que, de ser ejercidos correctamente, resultarían ampliamente beneficiosos. Así, quien cree que ante las ideas del otro "está perdiendo", concluye toda posibilidad de interrelación con frases tales como: "...y ustedes también tienen cosas cuestionables.." o preguntas insidiosas como "...¿Querés que hablemos sobre Jaime (o sobre De La Rúa, o Menem o quien fuera, dependiendo del que se siente "derrotado").
La negación del debate utilizando la descalificación es uno de los síntomas de ignorancia e impotencia dialécticas más evidentes en la actualidad. Los años de despolitización hicieron mella en quienes se muestran interesados en la cuestión pública, pero "aprendieron" los mecanismos de debate a partir de espacios periodísticos que prometían "Tiempo Nuevo", mientras nos anclaban en el sometimiento cultural.
La irrupción de la militancia, sobre todo juvenil, dio paso también a posiciones irreductibles y fanáticas que imposibilitan el diálogo. Y desde la oposición, el odio visceral inconfesable a la inclusión de sectores otrora postergados del escenario político, sumado a la propia discapacidad para enfrentar con propuestas una gestión de gobierno, concluyen en una desesperación rayana con la tontera, y todos sabemos que entre tontos, fanáticos y desesperados, ningún debate de ideas es posible.
Resulta demasiado complicado debatir en la oficina, la cola de un banco y en el propio hogar, sobre cuestiones tales como la inclusión social y la educación para que las futuras generaciones no tiemblen al compás de los monopolios mediáticos ante hechos de inseguridad.
Resulta mucho más sencillo, claro, limitar el análisis y decidir nuestro voto ponderando carismas, simpatías, sensaciones y asimilando "slogans" de mediocres jefes de campaña. Sabido es que ese modo de analizar nos produjo, hasta no hace demasiado tiempo, desilusiones muy profundas. Para no mencionar las crisis terminales que sufrimos en el pasado por haber votado candidatos simpáticos, frases hechas y lugares comunes decididos en escritorios de consultoras voraces.
Este año tendremos que decidir en qué país pretendemos que crezcan nuestros hijos. O para ser más exactos, quien queremos que conduzca al país hacia un destino u otro diametralmente opuesto.
Nuestra primera tarea introspectiva debe ser analizar si el modo que cada uno de nosotros elige para debatir es el adecuado para llegar a conclusiones correctas. Abriendo oídos y almas. Y tendiendo manos y sueños.
Un viejo refrán dice que "todas las personas que conozco son mejores que yo en algún sentido, y en ese sentido quiero aprender de ellos".
¿Amamos aprender del prójimo en debates apasionantes o fundamentados, o somos como aquellos que, ante las evidencias argumentales, recurrimos a una descalificación para cerrar un diálogo que en nuestra imaginación, y sólo en nuestra imaginación, resultaría humillante? ¿Debatimos para construir causas comunes o para ganar mediocres guerras privadas?
Una vez dilucidado nuestro propio estilo, tendremos el derecho moral de exigir a políticos y dirigentes un mucho más amplio marco de debates. Porque, en ese caso, tendremos las herramientas necesarias para protegernos de la mentira, el odio y la defensa de intereses espurios que algunos candidatos sostienen.
Mientras tanto, y luego de años de subestimación mediáticas de nuestra inteligencia y penetración de discursos monolíticos a través de nuestros sentidos, seguiremos siendo meros replicadores de frases inventadas por "iluminados" jefes de campaña o de redacción, cuando de medios de comunicación se trate.
Sólo los pueblos sólidos en sus ideas y sueños comunes, pueden confiar en sus decisiones individuales. * Director del diario El Vigía.
Pero, luego de haber sido engañados y hasta extorsionados utilizando como arma a las palabras durante décadas, perdimos todos y cada uno de los ciudadanos el hábito de intercambiar ideas, y utilizar ese ida y vuelta conceptual tan enriquecedor.
La explosión de las Redes Sociales dejó al descubierto informático lo que sucede a diario en las relaciones interpersonales de nuestra sociedad.
En general, creemos que un debate debe tener como resultado ineludible un vencedor y un vencido. Pero una regla básica de convivencia social y humana indica que de un debate ideológico y hasta de una negociación, para considerarla provechosa, deben ganar ambas partes. Sino, el intercambio fue estéril.
Frecuentemente observamos como la descalificación del "contendiente" es utilizada para echar por tierra incipientes debates que, de ser ejercidos correctamente, resultarían ampliamente beneficiosos. Así, quien cree que ante las ideas del otro "está perdiendo", concluye toda posibilidad de interrelación con frases tales como: "...y ustedes también tienen cosas cuestionables.." o preguntas insidiosas como "...¿Querés que hablemos sobre Jaime (o sobre De La Rúa, o Menem o quien fuera, dependiendo del que se siente "derrotado").
La negación del debate utilizando la descalificación es uno de los síntomas de ignorancia e impotencia dialécticas más evidentes en la actualidad. Los años de despolitización hicieron mella en quienes se muestran interesados en la cuestión pública, pero "aprendieron" los mecanismos de debate a partir de espacios periodísticos que prometían "Tiempo Nuevo", mientras nos anclaban en el sometimiento cultural.
La irrupción de la militancia, sobre todo juvenil, dio paso también a posiciones irreductibles y fanáticas que imposibilitan el diálogo. Y desde la oposición, el odio visceral inconfesable a la inclusión de sectores otrora postergados del escenario político, sumado a la propia discapacidad para enfrentar con propuestas una gestión de gobierno, concluyen en una desesperación rayana con la tontera, y todos sabemos que entre tontos, fanáticos y desesperados, ningún debate de ideas es posible.
Resulta demasiado complicado debatir en la oficina, la cola de un banco y en el propio hogar, sobre cuestiones tales como la inclusión social y la educación para que las futuras generaciones no tiemblen al compás de los monopolios mediáticos ante hechos de inseguridad.
Resulta mucho más sencillo, claro, limitar el análisis y decidir nuestro voto ponderando carismas, simpatías, sensaciones y asimilando "slogans" de mediocres jefes de campaña. Sabido es que ese modo de analizar nos produjo, hasta no hace demasiado tiempo, desilusiones muy profundas. Para no mencionar las crisis terminales que sufrimos en el pasado por haber votado candidatos simpáticos, frases hechas y lugares comunes decididos en escritorios de consultoras voraces.
Este año tendremos que decidir en qué país pretendemos que crezcan nuestros hijos. O para ser más exactos, quien queremos que conduzca al país hacia un destino u otro diametralmente opuesto.
Nuestra primera tarea introspectiva debe ser analizar si el modo que cada uno de nosotros elige para debatir es el adecuado para llegar a conclusiones correctas. Abriendo oídos y almas. Y tendiendo manos y sueños.
Un viejo refrán dice que "todas las personas que conozco son mejores que yo en algún sentido, y en ese sentido quiero aprender de ellos".
¿Amamos aprender del prójimo en debates apasionantes o fundamentados, o somos como aquellos que, ante las evidencias argumentales, recurrimos a una descalificación para cerrar un diálogo que en nuestra imaginación, y sólo en nuestra imaginación, resultaría humillante? ¿Debatimos para construir causas comunes o para ganar mediocres guerras privadas?
Una vez dilucidado nuestro propio estilo, tendremos el derecho moral de exigir a políticos y dirigentes un mucho más amplio marco de debates. Porque, en ese caso, tendremos las herramientas necesarias para protegernos de la mentira, el odio y la defensa de intereses espurios que algunos candidatos sostienen.
Mientras tanto, y luego de años de subestimación mediáticas de nuestra inteligencia y penetración de discursos monolíticos a través de nuestros sentidos, seguiremos siendo meros replicadores de frases inventadas por "iluminados" jefes de campaña o de redacción, cuando de medios de comunicación se trate.
Sólo los pueblos sólidos en sus ideas y sueños comunes, pueden confiar en sus decisiones individuales. * Director del diario El Vigía.
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