El reconocido acordeonista argentino, residente en Francia desde hace casi veinticinco años, pasó por nuestra ciudad en el marco de una nueva gira. Acompañado por Nardo González en guitarra y Roy Valenzuela en contrabajo, Barboza compartió anécdotas y desarrolló todo el espectro de posibilidades que el género litoraleño puede ofrecer.
Hay ciertos artistas cuya obra y trayectoria son tan vastas y reconocidas, que lo único que cabe esperar al escucharlos es que su alquimia simplemente funcione y ratifique la fama que los preceden. Tal es el caso de Raúl Barboza, “El Embajador del Chamamé”, como se lo ha bautizado con justicia por ser el encargado de pasear el ritmo litoraleño por los escenarios del mundo, que pasó ayer por el Trinidad Guevara para compartir su calidez humana y su jerarquía en la ejecución del acordeón.
El músico porteño de origen guaraní llegó acompañado por el contrabajista Roy Valenzuela y el guitarrista Nardo González, conformando un trío compacto y eficaz, capaz de arrancarle al chamamé todo el espectro de posibilidades tonales y melódicas que el género ribereño puede ofrecer. Con más de 50 discos editados en Argentina, Francia, Brasil, Japón, España, Países Bajos y Alemania, Barboza, a sus 73 años, probablemente sea el máximo referente del acordeón, alumbrando el camino de las nuevas generaciones que a partir de su legado continúan desarrollando el chamamé y llevándolo a nuevos horizontes expresivos. “Las canciones de nuestros padres y abuelos están ahí, solo es cuestión de descubrirlas. El pasado está vivo, siempre”, afirmó el artista, en una de las tantas intervenciones que matizaron el concierto. Canciones como “La Calandria”, de Isaco Abitbol, “Llegando al trotecito”, “El árbol y el colibrí” y “San Luis Gonzaga”, sentido homenaje al antiguo territorio común de las Misiones Orientales que hoy comparten Argentina y Brasil, marcaron un repertorio que atravesó momentos evocativos de gran nostalgia y sutiles cumbres de algarabía festivalera.
Barboza relató algunas de sus experiencias en distintas partes del mundo, quizá agradeciendo la posibilidad de llevar la música que abrazó desde los 9 años, cuando ya despuntaba como un intérprete singular, y narró las anécdotas que dieron origen a algunos clásicos del género. El público que se convocó en la sala oficial lo escuchó con suma atención y aplaudió largamente cada una de sus interpretaciones. Para el final quedaron clásicos como “Kilómetro 11”, “Merceditas” y “Tren Expreso”, inmejorable cierre para un espectáculo que quedará en la memoria de todos los que se animaron a superar la desilusión de la eliminación copera y se dejaron seducir por el cálido y susurrante ritmo del chamamé. (El Civismo).
Hay ciertos artistas cuya obra y trayectoria son tan vastas y reconocidas, que lo único que cabe esperar al escucharlos es que su alquimia simplemente funcione y ratifique la fama que los preceden. Tal es el caso de Raúl Barboza, “El Embajador del Chamamé”, como se lo ha bautizado con justicia por ser el encargado de pasear el ritmo litoraleño por los escenarios del mundo, que pasó ayer por el Trinidad Guevara para compartir su calidez humana y su jerarquía en la ejecución del acordeón.
El músico porteño de origen guaraní llegó acompañado por el contrabajista Roy Valenzuela y el guitarrista Nardo González, conformando un trío compacto y eficaz, capaz de arrancarle al chamamé todo el espectro de posibilidades tonales y melódicas que el género ribereño puede ofrecer. Con más de 50 discos editados en Argentina, Francia, Brasil, Japón, España, Países Bajos y Alemania, Barboza, a sus 73 años, probablemente sea el máximo referente del acordeón, alumbrando el camino de las nuevas generaciones que a partir de su legado continúan desarrollando el chamamé y llevándolo a nuevos horizontes expresivos. “Las canciones de nuestros padres y abuelos están ahí, solo es cuestión de descubrirlas. El pasado está vivo, siempre”, afirmó el artista, en una de las tantas intervenciones que matizaron el concierto. Canciones como “La Calandria”, de Isaco Abitbol, “Llegando al trotecito”, “El árbol y el colibrí” y “San Luis Gonzaga”, sentido homenaje al antiguo territorio común de las Misiones Orientales que hoy comparten Argentina y Brasil, marcaron un repertorio que atravesó momentos evocativos de gran nostalgia y sutiles cumbres de algarabía festivalera.
Barboza relató algunas de sus experiencias en distintas partes del mundo, quizá agradeciendo la posibilidad de llevar la música que abrazó desde los 9 años, cuando ya despuntaba como un intérprete singular, y narró las anécdotas que dieron origen a algunos clásicos del género. El público que se convocó en la sala oficial lo escuchó con suma atención y aplaudió largamente cada una de sus interpretaciones. Para el final quedaron clásicos como “Kilómetro 11”, “Merceditas” y “Tren Expreso”, inmejorable cierre para un espectáculo que quedará en la memoria de todos los que se animaron a superar la desilusión de la eliminación copera y se dejaron seducir por el cálido y susurrante ritmo del chamamé. (El Civismo).
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