(Asteriscos Tv). En la lista de novedades que presenta el siglo XXI, el papa Benedicto XVI decidió inscribir la propia y, en una decisión que sorprende al mundo, le abre la puerta de retorno a los anglicanos tras 475 años de división.
Aunque bajo determinadas condiciones, aquellos anglicanos que se mantienen fieles al la tradición – es decir que no han suscripto las ordenaciones de mujeres y homosexuales- encuentran desde ahora la posibilidad de desandar un camino de enfrentamientos y divisiones a lo largo de los siglos.
La Constitución Apostólica con la que el Papa concede una prelatura personal a los anglicanos constituye uno de los frutos más claros del Concilio Vaticano II. Para quienes desconfiaban de los efectos reales de aquel encuentro que “aggiornó” a la Iglesia, la decisión de Ratzinger viene justamente a convalidar el espíritu ecuménico propugnado por Juan XXIII.
Y para los detractores del Concilio Vaticano II, la medida adoptada por Roma traerá, seguramente, mayor resistencia.
Lo paradigmático de la cuestión es la oportunidad en la que se da a conocer la intención del Vaticano. Ocurre precisamente unos días antes de que Roma y la Fraternidad de San Pio X (los seguidores de Marcel Lefebvre) retomen sus contactos formales de modo de encontrar un estilo de convivencia adecuado dentro de la Iglesia y en obediencia a Roma.
Simplificando, en momentos en los que el Papa le abre la puerta a los anglicanos (incluso a los sacerdotes y obispos casados) también le tiende un puente a los cismáticos lefebvristas, excomulgados por Juan Pablo II y reinvindicados por él.
Lo que inicialmente se pensó sobre el papado de Ratzinger acerca de su carácter transitorio habrá que redefinirlo en muchos ambientes. Ocurre que el papa anciano ha demostrado a esta altura que él también quiere dejar su impronta en la Iglesia y para eso parece haberse impuesto un imperativo nada menor: trabajar para la unidad de todos los cristianos. En años y siglos, ese objetivo no parece tan lejano.
Aunque bajo determinadas condiciones, aquellos anglicanos que se mantienen fieles al la tradición – es decir que no han suscripto las ordenaciones de mujeres y homosexuales- encuentran desde ahora la posibilidad de desandar un camino de enfrentamientos y divisiones a lo largo de los siglos.
La Constitución Apostólica con la que el Papa concede una prelatura personal a los anglicanos constituye uno de los frutos más claros del Concilio Vaticano II. Para quienes desconfiaban de los efectos reales de aquel encuentro que “aggiornó” a la Iglesia, la decisión de Ratzinger viene justamente a convalidar el espíritu ecuménico propugnado por Juan XXIII.
Y para los detractores del Concilio Vaticano II, la medida adoptada por Roma traerá, seguramente, mayor resistencia.
Lo paradigmático de la cuestión es la oportunidad en la que se da a conocer la intención del Vaticano. Ocurre precisamente unos días antes de que Roma y la Fraternidad de San Pio X (los seguidores de Marcel Lefebvre) retomen sus contactos formales de modo de encontrar un estilo de convivencia adecuado dentro de la Iglesia y en obediencia a Roma.
Simplificando, en momentos en los que el Papa le abre la puerta a los anglicanos (incluso a los sacerdotes y obispos casados) también le tiende un puente a los cismáticos lefebvristas, excomulgados por Juan Pablo II y reinvindicados por él.
Lo que inicialmente se pensó sobre el papado de Ratzinger acerca de su carácter transitorio habrá que redefinirlo en muchos ambientes. Ocurre que el papa anciano ha demostrado a esta altura que él también quiere dejar su impronta en la Iglesia y para eso parece haberse impuesto un imperativo nada menor: trabajar para la unidad de todos los cristianos. En años y siglos, ese objetivo no parece tan lejano.
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