“En los últimos tiempos se viene debatiendo bastante en la Argentina acerca del tamaño de la pobreza y de sus consecuencias. Esta polémica, y sus correspondientes análisis insisten en hablar de los excluidos, lo cual es un término conceptualmente correcto. Se refiere tanto a los que nunca llegaron a la sociedad salarial como a los despedidos de ella.
Ahora bien, cuando hablamos de excluidos ¿a quiénes les hablamos? ¿se sienten los excluidos, realmente “excluidos”? En otras palabras ¿es un término útil desde el punto de vista de la comunicación política?
En un estudio realizado hace algunos meses con personas de 18 a 40 años de clase baja y medio baja en varias provincias, encontramos que precisamente rechazan aquellos términos que los estigmatizan, o los excluyen, paradójicamente.
Por empezar, es un término un tanto elevado, por lo que no todos comprenden las palabras inclusión y exclusión. En segundo lugar, al saber que son excluidos, les genera rechazo ser aludidos por una condición objetiva, que también se convierte en subjetiva: “Todos nos discriminan (por ser de provincia, por la ropa, por tener hijos)”. Es decir: la exclusión es patente, por lo tanto ¿para qué subrayar lo que ya de por sí es una carga?
En tercer lugar, también rechazan la palabra integración: “es algo para el que viene de Bolivia o Perú. Nosotros estamos integrados”; “Te demuestran que estás afuera”. Coincide con la misma lógica: ¿a qué me quieren integrar? ¿a la Argentina? ¿acaso no soy argentino/a? Por ejemplo, si un programa se llamase “Integrate”, los jóvenes consideran que es para “alguien mayor”. Los de 30 a 40 creen que es para gente joven. La denominación como está “demuestra que estás afuera”. Por lo tanto, no les gusta, y no concurrirían a la oficina de un programa con ese nombre. Lo mismo ocurre si el programa se llamase “Incluíte”: “Es discriminativo”; “Estas totalmente afuera de la sociedad”.
¿Qué pasa cuándo se los convoca con la palabra microemprendimientos? Les parecen importantes y necesarios. El grupo de gente de mayores de 30 años no se reconoce como posible beneficiario, aunque a todos les gustaría que exista un programa así. Para el grupo de chicos jóvenes (hasta 25 años), esto está destinado a gente más grande, ellos todavía “están en condiciones de estudiar”. O sea: todo el mundo celebra la idea, pero nadie la termina de asumir.
Ahora bien. Si el programa se llamase “Oportunidades para todos”, les gusta a todos. Lo consideran “buenísimo”, “llamativo”, e irían a una oficina con ese nombre.
A partir de este estudio se pueden extraer varias conclusiones prácticas. En primer lugar, aunque no se le preste mucha atención, la forma en que se denomina a un programa del Estado no es menor, ya que los beneficiarios no van solo porque el plan esté bien diseñado, sino que debe tener un “gancho”, para que se sientan convocados. Pese a ser ya un lugar común, la comunicación gubernamental es una especialidad acerca de la cual cada vez más funcionarios son concientes en todos los niveles.
En segundo lugar, conviene marcar que los beneficiarios de un programa social no hablan como un paper técnico de una universidad o el Banco Mundial, o el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo. Esos documentos tienen una utilidad “intramuros”, pero no “extramuros”. La forma en que razonan y se expresan los “excluidos” es tan importante de tener en cuenta, como las estadísticas que intentan describirlos objetivamente.
En tercer término, definitivamente los que necesitan de una ayuda estatal, sea material, de capacitación, o de orientación no se sienten comprendidos o asimilados por términos que refuerzan el estigma: la exclusión. Se sienten mucho mejor convocados por palabras sencillas que expresen su deseo de “inclusión”. Su situación ya la conocen, por lo tanto no hace falta recordársela a cada paso.
Que un amplio sector de la sociedad necesita asistencia social, una mejor capacitación, o una orientación para incluirse en el sistema productivo no caben dudas. La cuestión es que la gente no quiere ser beneficiaria de un programa social que empieza por “excluirla” desde su misma denominación. Parece simple, pero es un error que se comete demasiado a menudo".
Ahora bien, cuando hablamos de excluidos ¿a quiénes les hablamos? ¿se sienten los excluidos, realmente “excluidos”? En otras palabras ¿es un término útil desde el punto de vista de la comunicación política?
En un estudio realizado hace algunos meses con personas de 18 a 40 años de clase baja y medio baja en varias provincias, encontramos que precisamente rechazan aquellos términos que los estigmatizan, o los excluyen, paradójicamente.
Por empezar, es un término un tanto elevado, por lo que no todos comprenden las palabras inclusión y exclusión. En segundo lugar, al saber que son excluidos, les genera rechazo ser aludidos por una condición objetiva, que también se convierte en subjetiva: “Todos nos discriminan (por ser de provincia, por la ropa, por tener hijos)”. Es decir: la exclusión es patente, por lo tanto ¿para qué subrayar lo que ya de por sí es una carga?
En tercer lugar, también rechazan la palabra integración: “es algo para el que viene de Bolivia o Perú. Nosotros estamos integrados”; “Te demuestran que estás afuera”. Coincide con la misma lógica: ¿a qué me quieren integrar? ¿a la Argentina? ¿acaso no soy argentino/a? Por ejemplo, si un programa se llamase “Integrate”, los jóvenes consideran que es para “alguien mayor”. Los de 30 a 40 creen que es para gente joven. La denominación como está “demuestra que estás afuera”. Por lo tanto, no les gusta, y no concurrirían a la oficina de un programa con ese nombre. Lo mismo ocurre si el programa se llamase “Incluíte”: “Es discriminativo”; “Estas totalmente afuera de la sociedad”.
¿Qué pasa cuándo se los convoca con la palabra microemprendimientos? Les parecen importantes y necesarios. El grupo de gente de mayores de 30 años no se reconoce como posible beneficiario, aunque a todos les gustaría que exista un programa así. Para el grupo de chicos jóvenes (hasta 25 años), esto está destinado a gente más grande, ellos todavía “están en condiciones de estudiar”. O sea: todo el mundo celebra la idea, pero nadie la termina de asumir.
Ahora bien. Si el programa se llamase “Oportunidades para todos”, les gusta a todos. Lo consideran “buenísimo”, “llamativo”, e irían a una oficina con ese nombre.
A partir de este estudio se pueden extraer varias conclusiones prácticas. En primer lugar, aunque no se le preste mucha atención, la forma en que se denomina a un programa del Estado no es menor, ya que los beneficiarios no van solo porque el plan esté bien diseñado, sino que debe tener un “gancho”, para que se sientan convocados. Pese a ser ya un lugar común, la comunicación gubernamental es una especialidad acerca de la cual cada vez más funcionarios son concientes en todos los niveles.
En segundo lugar, conviene marcar que los beneficiarios de un programa social no hablan como un paper técnico de una universidad o el Banco Mundial, o el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo. Esos documentos tienen una utilidad “intramuros”, pero no “extramuros”. La forma en que razonan y se expresan los “excluidos” es tan importante de tener en cuenta, como las estadísticas que intentan describirlos objetivamente.
En tercer término, definitivamente los que necesitan de una ayuda estatal, sea material, de capacitación, o de orientación no se sienten comprendidos o asimilados por términos que refuerzan el estigma: la exclusión. Se sienten mucho mejor convocados por palabras sencillas que expresen su deseo de “inclusión”. Su situación ya la conocen, por lo tanto no hace falta recordársela a cada paso.
Que un amplio sector de la sociedad necesita asistencia social, una mejor capacitación, o una orientación para incluirse en el sistema productivo no caben dudas. La cuestión es que la gente no quiere ser beneficiaria de un programa social que empieza por “excluirla” desde su misma denominación. Parece simple, pero es un error que se comete demasiado a menudo".
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